jueves, 13 de junio de 2019

Aleyda Quevedo Rojas

 

 


Aleyda Quevedo Rojas:

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todas las  maneras de la luz sobre el cuerpo



Qué grata experiencia es esta de disponer de un libro que recoge el conjunto de la trayectoria poética de Aleyda Quevedo Rojas, una escritora que ha  persistido en su oficio por más de 25 años con la insistencia y la pasión de quien sabe que su voz no es un monólogo intimista y solitario, sino el eco y la refracción de muchas voces, de muchas subjetividades, de preguntas recurrentes y búsquedas compartidas.
Al leerlo, y reencontrarme con poemas que ya conocía junto con textos nuevos, pensaba en este libro como en una vasta plaza abierta con innumerables entradas y salidas que ofrecen al lector la posibilidad de recorrerlas a voluntad; o quizá mejor, como un abigarrado paisaje, con senderos zigzagueantes que a veces van a dar en rincones sombríos, en cálidas madrigueras, en valles apacibles, en roquedales ásperos, en erupción de volcanes, en cambiantes dunas de arenisca, o en claros de bosque repentinos y luminosos. Tal es la variada gama de tonalidades y matices que despliegan estas páginas.
De entre todas las posibles rutas que el libro ofrece, he elegido una para acompañarme en este viaje por la poesía de Aleyda: la construcción de una subjetividad femenina en sus tensas y conflictivas relaciones con el cuerpo y el deseo.
Cuerpo va y viene / cuerpo y nunca más / con él me hundo / con él me salvo, escribe en “Rock nacional”, del poemario Soy Mi Cuerpo, publicado en 2006, y que a mi modo de ver marca un viraje definitivo en su escritura poética.

El cuerpo es la primera evidencia, nuestra sustancia carnal, lo que nos pone en contacto con el mundo y nos abre a sus misterios. La tradición occidental judeocristiana disgregó al ser humano en dos fragmentos que ya no se reconocen como unidad. La mente, el lugar del pensamiento, el conocimiento, la voluntad. Y el cuerpo: ese extraño organismo, ese imperfecto envoltorio de piel, de carne, de vísceras, de sangre, de deseos, de apetitos.
No puedo dejar de citar aquí unos fragmentos del estremecedor “Discurso a mi cuerpo” de Virgilio Piñera.
«Eras tú el inguiable, el intraducible, el refractario; asomarme a ti era como asomarme a una negra superficie que no me reflejaría; llamarte supondría llamar al silencio que jamás desciende a escuchar la voz de los mortales. ¿Hasta qué punto, límite o frontera me extendía yo? ¿De ti provenía la armonía o eras el desconcierto? ¿Era yo alguna de ellas?»[1]
Se dice que la sociedad contemporánea rinde un culto desmesurado al cuerpo. Pero a veces parece lo contrario: el cuerpo se ha convertido en nuestro enemigo. La publicidad mediática exhibe a la mirada pública una procesión de cuerpos afilados, adelgazados hasta extremos inverosímiles. Y ofrece una larga lista de aparatos, dietas, pastillas, programas de ejercicios, vendas, hierbas, cirugías, para reducir el cuerpo a su mínima expresión. Para dominarlo. Para vencerlo. ¿En qué momento el cuerpo se nos transformó en un adversario odioso al que es preciso domesticar a toda costa?
Extraña paradoja: en esa aparente adoración al cuerpo, parecería esconderse el miedo. Miedo a mostrar nuestras imperfecciones, nuestra fragilidad; miedo a ser vistos, a ser tocados, a ser heridos. Y es que el cuerpo no puede esconderse, por él somos visibles ante la mirada de los otros, es la zona de frontera que marca nuestros límites, pero también el que nos expone al contacto con los otros. Y, como toda zona de frontera, a veces es territorio de guerra: lo público y lo privado, yo y el otro, la memoria personal y la historia colectiva, el individuo y la sociedad, el erotismo y la política.

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